Opinión - 10/8/13 - 12:03 AM

Cuando fallece un niño

Reverendo Entre los indios chocóes, cuando fallece un niño los padres creen que su espíritu regresará. En vez de serles motivo de aliento o de consuelo,

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Hermano Pablo / Reverendo

Entre los indios chocóes, cuando fallece un niño los padres creen que su espíritu regresará. En vez de serles motivo de aliento o de consuelo, les infunde temor el regreso de esa indefensa criatura porque suponen que viene a llevarse a uno de sus hermanos. Y como si eso fuera poco, la presencia del espíritu de ese inocente ser querido implica que morirán, uno tras otro, los próximos hijos que nazcan. A esto se debe que le lleven a la tumba todos los objetos que han formado parte de su vida, tales como sus juguetes, utensilios y asientos. Además de pintarse todo el cuerpo, los trastornados padres cambian los vestidos que llevan puestos. Piensan que así el espíritu del pequeño no podrá reconocerlos, y por lo tanto, no les hará daño. No pueden cambiar vestidos con cualquiera, porque las personas con las que cambian podrían sufrir las consecuencias. Según los antropólogos Roberto Pineda Giraldo y Virginia Gutiérrez de Pineda, es por esa razón que la madre cambia su faldellín con el de una mujer que ya no concibe o es estéril, y el padre su taparrabo con el de un anciano.

¡Qué triste es sumarle a la desgracia de la pérdida de un hijo el espanto de su reaparición con malas intenciones! Es particularmente infeliz cuando se reconoce que Dios nuestro Creador nos desea todo lo contrario en semejantes circunstancias. Él envió al mundo a una indefensa criatura a que naciera en un pesebre, para que posteriormente muriera como nuestro inocente ser querido, clavado en una cruenta cruz. Ese que se hizo pequeño y murió por nosotros es su único Hijo, Jesucristo. Y los únicos hermanos que tiene somos los que por la fe aceptamos ser adoptados como hijos de su Padre, que solo así llega a ser «el Padre nuestro que está en el cielo». Mediante su muerte ese Hijo de Dios nos salva de la muerte eterna. Viene otra vez a llevarse a sus hermanos, pero lo hace con el fin de darnos vida eterna a nosotros y a futuros hermanos.

A Dios no lo engañamos con cualquier cambio de indumentaria. Más vale que sigamos el consejo de san Pablo: que nos quitemos el ropaje de la vieja naturaleza y nos pongamos el de la nueva. Así cuando Cristo regrese, nos reconocerá y nos llevará a estar con Él y con nuestros seres queridos que ya estén con Él en gloria.


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