Hogar, amargo hogar
El apartamento era pequeño. Constaba de dos cuartos, un baño, un comedor y una cocina. La cuota mensual del arriendo era baja, pues estaba ubicado en una
El apartamento era pequeño. Constaba de dos cuartos, un baño, un comedor y una cocina. La cuota mensual del arriendo era baja, pues estaba ubicado en una zona popular de Nueva York. Aunque pequeño y humilde, eso no impidió que en él se colocara el tradicional cartelito que se pone en tantas casas y que dice: «Hogar, dulce hogar».
Lamentablemente, el cartel que debía habérsele colocado a ese apartamento era todo lo contrario: «Hogar, amargo hogar». Porque la familia que habitaba allí, compuesta por Herman McMillan, de 42 años; su esposa, Frances, de 34, y sus nueve hijos, de uno a 16 años de edad, vivía de una manera deplorable. En ese hogar, los padres maltrataban física y sexualmente a sus hijos.
A menudo se oye decir que el hogar es el cielo en la tierra, que no hay mayor felicidad que la que se puede hallar entre las cuatro paredes del nido familiar, que todas las penas de la calle se dejan cuando uno traspasa el umbral de ese lugar querido. Y todo eso es cierto, hermosamente cierto. Hay muchísimos casos de familias unidas, cariñosas y amables que, aunque pobres, saben ser felices.
Pero hay otros hogares en que es un infierno. En vez de reinar la paz, reina la violencia. En vez de vivir en armonía, se vive en discordia. En lugar de recibir amor y cariño, los hijos reciben brutales palizas. Y lo que es peor, los padres, en lugar de respetar de un modo sano y maduro a sus hijos, los maltratan sexualmente: el padre a sus hijas; y la madre a sus hijos.
¿A qué le podemos atribuir la culpa de semejante atrocidad? A dos vicios mortales que entraron en aquella casa: el alcohol y la cocaína. Cuando esos dos males terribles se posesionan de un hogar, lo degradan, lo envilecen y lo descomponen.
Los hijos del matrimonio McMillan recordarán siempre, con angustia, con horror y con rabia, el hogar frío que les dieron sus padres; y llevarán el resto de la vida el estigma del abuso deshonesto y la marca de la degradación. No dejemos nunca que entren a nuestra casa ni el alcohol ni la droga, ni los introduzcamos jamás en nuestro organismo. Considerémoslos nuestros mayores enemigos. Aborrezcámoslos y combatámoslos. Jesucristo desea ayudarnos, entrando Él, más bien, a nuestro corazón. Él no solo tiene el poder para vencer esos enemigos, sino también un profundo interés en nuestro bienestar personal. Démosle entrada a nuestra vida antes de que sea demasiado tarde.