Diabólica enfermera que debía cuidar bebés en UCI, pero elegía asesinarlos
Para la Justicia de los Estados Unidos, Genene Jones mató a sesenta niños en los hospitales de Texas durante la década del ochenta.
Genene Jones está por cumplir 71 años, es enfermera pediátrica y morirá en la cárcel.
En 1984 fue condenada, primero, a casi un siglo de prisión y, luego, a seis décadas más por las drogas que inyectó a dos pequeñas víctimas. A una le ocasionó la muerte; a otra, lesiones graves. No fueron las únicas.
Cada niño que caía en sus manos corría el serio riesgo de convulsionar, dejar de respirar y tener un paro cardíaco. Lamentablemente, hasta que descubrieron su accionar pasó demasiado tiempo.
Los que siguen indagando su conducta en el pasado creen que en sus espaldas pueden colgarse, al menos, 60 crímenes más de seres indefensos, que en vez de ser salvados en la Unidad de Cuiados Intensivos (UCI) pediátricos de un hospital, sucumbieron bajo las manos de quien debía cuidarlos.
Sin bienvenidas
Genene Anne nació el 13 de julio de 1950 en Texas, Estados Unidos. No era bienvenida y su madre la dio enseguida en adopción. Los padres adoptivos fueron los Jones: Dick y Gladys. El matrimonio ya había acogido a otros tres chicos. Dick era un jugador empedernido y dueño de un local nocturno llamado The Kit Kat Swim Club y de un restaurante.
Genene creció acomplejada por ser muy bajita y gordita. Nunca se sintió aprobada por sus padres. Por el contrario, pensaba que ellos la dejaban de lado. Para llamarles la atención empezó a fingir enfermedades. Se dio cuenta de que mintiendo y manipulando a todos con sus farsas se ganaba una mejor posición en la familia. Así lograba que su padre Dick, con quien se sentía más a gusto, pasara más tiempo con ella.
Los buenos tiempos no abundaron para los Jones. Un hermano de Genene murió de cáncer y, un poco después, otro de 14 años falleció por un accidente mientras estaba armando una especie de bomba casera. En enero de 1968 tuvo lugar una tercera desgracia: el cuerpo de Dick se rindió ante un cáncer. Genene estaba devastada.
Antes de terminar el secundario ella había pretendido casarse con su novio del colegio, pero su madre se opuso en forma terminante, era demasiado joven. Ahora, quería irse de su casa como fuera. Apenas se graduó en el John Marshalls School, puso fecha de matrimonio. El 15 de junio de 1968 Genene y James Harvey DeLany Jr se casaron.
Siete meses después, su marido se unió a la marina norteamericana y dejó de vivir, de manera permanente, en la casa. Ella empezó a trabajar por partida doble: en un salón de estética llamado Mim’s Beauty School y, también, como vocera del hospital Metodista.
En 1970, la pareja se mudó al estado de Georgia. El 19 de enero de 1972 nació su primer hijo Richard Michael DeLany. Luego, volvieron a trasladarse a San Antonio, en Texas. Las cosas con su marido no andaban bien, la relación no era tranquila ni estable. Poco a poco el amor colapsaba.
Se divorciaron en agosto de 1972. Genene acusó a su marido de ser violento y brutal. Logró medidas de restricción, pero meses después estaban reconciliados y el juicio quedó en la nada. En junio de 1974, otra vez, llegaron a los tribunales solicitando el divorcio. Las discusiones y acusaciones eran agotadoras. En marzo de 1977 acordaron dejar de lado la batalla legal: Genene estaba embarazada, fruto de esos fogosos reencuentros. El 17 de julio de ese año Genene parió a su hija Heather.
Por otro lado, se le despertó un desenfrenado apetito sexual y se refugió en miles de amoríos. Había descubierto que se sentía fuertemente atraída por los médicos. Con la idea de estar cerca de ellos empezó a estudiar enfermería. Se mudó con su madre para que cuidara de sus hijos durante sus largos turnos de enfermería.
El poderoso deseo de llamar la atención
Su primer trabajo como enfermera fue en el Hospital Metodista de San Antonio, Texas. Duró solamente ocho meses. Fue despedida por su carácter tempestuoso y el hecho de que quisiera tomar decisiones inconsultas con sus superiores.
Después de esa corta experiencia recaló, el 30 de octubre de 1978, en la unidad de cuidados intensivos pediátricos del hospital del condado de Bexar.
Los primeros tres meses trabajó en el turno noche des a 7 de la mañana. Luego, le dieron el turno de 15 a 23. Como solía haber escasez de personal, Genene trabajaba más horas que las indicadas haciendo reemplazos. Solía impresionar a los médicos con sus habilidades para colocar vías intravenosas en los pequeños pacientes. Además, parecía entender mucho de anatomía y fisiología y estar en un nivel superior al resto de sus colegas. No dudaba, era rápida para actuar, le gustaba aprender y... siempre estaba dispuesta.
El contrapeso de esas aparentes cualidades eran la desobediencia y sus modos destemplados. Solo hacía lo que a ella le parecía mejor y, además, contaba chistes obscenos en la sala y opinaba en voz alta de los médicos y los demás enfermeros.
Estaba claro que quería llamar la atención a toda costa. Cuestionaba los medicamentos, los tratamientos, los dosajes y los diagnósticos. Ella lo sabía todo.
Muchos doctores reconocieron que la enfermera les había dicho: “Este bebé morirá si no hace esto”.
Parecía intuir lo que iba a ocurrir.
Con los padres de sus pacientes mostraba otra faceta de su personalidad. Dejaba de lado su conducta agresiva y se comportaba con infinita paciencia y los contenía amorosamente.
Confiar en la persona equivocada
En el tiempo que llevaba trabajando allí fue sorprendida en ocho errores graves. Entre ellos, dar el medicamento equivocado a un paciente internado. Estuvo a punto de ser echada, pero la jefa de enfermeras, Pat Belko, le tenía simpatía. La confianza de Pat la empoderó y la volvió más audaz. Sus actitudes motivaron que varios de sus compañeros solicitaran ser transferidos de área.
Cuando el doctor James Robotham, un pediatra de 33 años, fue nombrado director del hospital de Bexar, en 1981, la puso a cargo de los pacientes pediátricos más graves. Él venía del renombrado John Hopkins Medical School de Baltimore, dispuesto a trabajar 24 horas sin parar. Si lo llamaban de madrugada no solo les decía a los médicos de guardia qué hacer; iba personalmente a supervisar. De carácter volátil e inteligencia brillante, admiró desde el principio la pasión con que Genene ejercía la enfermería.
Un día sorprendió al equipo de enfermeros: encendió, en la unidad de terapia intensiva pediátrica, una alarma de un monitor sin previo aviso. ¡Ninguna enfermera salió a ver qué pasaba! Entró furibundo a la sala donde estaban y le dio un sermón. Fue en Genene en quien halló lo que buscaba: rapidez y acción. Además, estaba sorprendido por su capacidad para lidiar con la muerte de los pequeños y para ayudar a los padres en ese espantoso momento.
Genene, por primera vez en su vida, se sintió importante. Robotham pedía que fuera ella a poner una vía difícil en las venas escurridizas de un bebé o la solicitaba para tareas complejas.
El ángel de la muerte
Al principio, el creciente número de muertes infantiles, no le llamó la atención a Robotham. En cambio, los colegas de Genene, sí la miraban de reojo. Le tenían desconfianza y, en broma, comenzaron a llamarla “El turno de la muerte” porque, en su guardia, chicos que llegaban sin patologías severas de pronto morían. Otros la apodaron “El ángel de la muerte”. Pero ni Pat ni Robotham, ambos calificados especialistas, prestaron atención a los chismes de los empleados. Creían que estaban motivados por la envidia o los celos. Pecaron de extrema ingenuidad. ¿Por qué morían tantos bebés? Había, incluso, quienes sugirieron la posibilidad de que hubiera algún germen en el aire que lo explicara.
Una mañana de octubre de 1981, luego de terminar su guardia nocturna, la enfermera Suzanna Maldonado tocó la puerta de su jefa Pat Belko. Belko no toleraba a Maldonado, pero tuvo que escuchar lo que le dijo: en la unidad de cuidados intensivos estaban muriendo demasiados bebés. ¡Alrededor de 11 habían fallecido solo en el turno tarde y todos estaban al cuidado de Genene Jones! Maldonado sostenía: “Si los bebés están tan enfermos ¿porque no mueren conmigo o con otro? Siempre mueren con ella”.
Lo que Pat consideraba rumores, Maldonado se lo demostró con hechos: le dijo que había estudiado el libro de enfermería y había detectado anomalías. Pat fue a terapia, buscó el libro y vio que lo que Maldonado decía era cierto. Fue a ver al director médico: había que investigar qué enfermera podría estar asesinando a los bebés, sobre todo después de la extraña muerte de tres de ellos por sobredosis de medicamentos.
Mirar para otro lado
El 10 de octubre de 1981 el bebé de seis meses José Antonio Flores, murió en terapia a las 5.22 de la madrugada. Había entrado el 6 de octubre vomitando, con diarrea y deshidratado. En su tercer día de internación tuvo convulsiones. Decidieron hacerle escaneo del cerebro. Mientras lo llevaban hizo un paro cardíaco. Los médicos lo revivieron y notaron que estaba sangrando de manera incontrolable. Hizo otro paro cardíaco y, aunque intentaron reanimarlo durante 52 minutos, no pudieron. El sangrado sin causa aparente parecía haber provocado que se le detuviera el corazón, pero no se le hizo autopsia.
La enfermera que estaba con él era Genene Jones.
No era el primero. Varios chicos habían tenido serios problemas con la coagulación. Robotham pensó en la heparina, un medicamento anticoagulante. Lo del sangrado era muy raro y los casos demasiados. ¿Alguien estaba cometiendo errores dando dosajes mayores a los necesarios a los bebés? Por las dudas, Robotham le pidió a Belko que custodiara los frascos de heparina. Toda enfermera debía estar con otra cuando se usara ese medicamento.
El 22 de diciembre de 1981 Doraelia Rios, de dos años, falleció a las 20.12. Había sido internada, en varias ocasiones, por cirugías gastrointestinales. Entró deshidratada y con diarrea. Fue tratada con antibióticos y fluidos, pero tuvo un ataque cardíaco. Genene estaba con ella y fue quien escribió en el libro de enfermería: “Una leyenda en su propio tiempo. ¡Feliz Navidad Dora! Te quiero. Jones”.
El 27 de diciembre del mismo año Rolando Santos de cuatro semanas de vida entró al hospital con neumonía y problemas respiratorios. Lo pusieron en un respirador. El 30 de diciembre convulsionó, pero los estudios no revelaron nada en su cerebro. Poco después tuvo un paro cardíaco y lograron reanimarlo. El primero de enero de 1982 su presión bajó de pronto y empezó a tener problemas de coagulación. Un joven pediatra especialista en endocrinología, Kenn Copeland, pidió estudios de laboratorio inmediatos para confirmar o descartar la presencia de heparina en el menor. Dieron positivo. Cuando el 10 de enero volvió a ocurrir lo mismo Copeland llamó a la farmacia del hospital y pidió un medicamento para usar como antídoto. Rápidamente lo estabilizó y el 12 de enero pidió que el pequeño fuera trasladado fuera de esa terapia intensiva. No lo hicieron. Cuando Copeland volvió a hacer sus rondas y lo vio allí, se enfureció. Supervisó él mismo el traslado a una sala pediátrica común. Cuatro días después fue dado de alta. Copeland le salvó la vida. Ahora sabían que había mal uso de la heparina en el sector. Todo apuntaba a Genene... pero no tenían demasiadas pruebas.
Mientras duró la investigación las inexplicables muertes siguieron sucediendo. Chicos que parecían estables morían de repente. Dejaban de respirar, se les detenía el corazón o sus mecanismos de coagulación enloquecían. Se descubrió que entre mayo y diciembre de 1981 al menos diez chicos habían muerto inexplicablemente y las diez veces Genene había estado de guardia y a cargo de ellos.
La conclusión a la que arribaron quienes investigaron fue: “La asociación entre la enfermera Jones y la muerte de diez niños podría ser una coincidencia. De todas formas, la negligencia o la mala intención no deberían ser descartadas”.
Para cuando llegó ese dictamen ya habían sacado no solo a Jones, sino que habían cambiado a todo el staff de enfermería. El doctor Robotham terminó volviendo al hospital John Hopkins y Pat Belko, luego de superar las sospechas generalizadas, siguió en su cargo.
Lo cierto es que temiendo que el hospital adquiriera mala fama o tuviera que enfrentar una catarata de juicios de las familias de las víctimas, no divulgaron nada lo ocurrido. Se sacaron el gran problema de encima llamado Genene y callaron. Una conducta poco ética que quedó en evidencia por lo que vendría.
Al staff de enfermería despedido del área se le ofreció puestos en otros sectores. El 17 de marzo de 1982 Jones dijo que no aceptaba la oferta, quería trabajar con niños y optó por irse con buenas recomendaciones.
Con estos cambios, las muertes en la terapia intensiva bajaron drásticamente. Todos en el hospital respiraron aliviados.
Nuevo trabajo y más muertes
En 1982, la doctora Kathleen Holland tenía que armar unos consultorios pediátricos en Kerrville, Texas. Ella, la hija de dos empleados de una fábrica, se había convertido en doctora y tendría su propia clínica... ¡Lo había logrado! Necesitaba contratar como mano derecha a una enfermera experimentada. Su primera opción fue una mujer que pretendía ganar 8,35 dólares la hora. Le pareció mucho. Cuando entrevistó a Genene Jones, a quien conocía por haber trabajado con ella en Bexar, y ella le dijo que aceptaba por 5 dólares por hora, no lo pensó demasiado y la empleó. Genene tenía suficiente experiencia, era justo lo que ella necesitaba. Aunque el doctor Robotham del hospital de Bexar en San Antonio (hoy llamado Hospital Universitario de San Antonio), le había advertido sobre las sospechas que había sobre Genene y le había aconsejado cuidarse de ella, Holland no le hizo caso. Sentía que Genene Jones sabía mucho, era hábil trabajando y se anticipaba siempre a lo que podía ocurrir. Además, le cerraba económicamente.
Holland no entendió, entonces, que lo que auguraba Genene no era el devenir natural de una emergencia, sino lo que ella misma provocaría. En un período de 31 días, siete chicos a cargo de Jones sufrieron ocho emergencias médicas diferentes y debieron ser derivados al cercano Hospital Sid Peterson para recuperarse.
El caso de Chelsea, una bebé de 15 meses, que murió mientras era trasladada a otro centro médico de alta complejidad, cambió el curso de esta historia de terror.
Chelsea Ann era la segunda hija de la pareja McClellan y había nacido prematura el 16 de junio de 1981. La primera vez que Chelsea asistió al recién estrenado consultorio fue el 24 de agosto de 1982. Era la segunda paciente del centro. Mientras su madre hablaba con la doctora y ella jugaba con Genene fuera del consultorio, tuvo una convulsión y fue derivada a un hospital. Los McClellan estuvieron muy agradecidos a la doctora Holland y a la enfermera que habían salvado la vida de su hija. Para la clínica pediátrica que recién arrancaba, lo ocurrido era excelente publicidad. Genene, a quien le gustaba llamar la atención, estaba exultante.
El 17 de septiembre Chelsea volvió a los consultorios. Esta vez su madre llevaba a su hermano Cameron que estaba con gripe. Pero la doctora le había pedido que llevara también a Chelsea a vacunar. Le darían dos de las vacunas del calendario. La enfermera Genene llenó la jeringa y le puso la primera inyección en el muslo izquierdo. En segundos Chelsea tuvo problemas para respirar. Petti su madre se dio cuenta y le dijo a Genene que había algo mal en la respiración de su hija: “Espera, espera... ¡está teniendo problemas para respirar!”, dijo Petti para frenar la segunda vacuna. Esperaron y cuando pasó el susto, Genene aplicó la otra vacuna. Chelsea dejó de respirar en forma inmediata.
“Nunca en mi vida vi algo tan horrible” describió Patti McClellan en el juicio, “Mi hija trataba de respirar y no podía”.
La ambulancia llegó en minutos y lograron que volviera a respirar. La derivaron al hospital. En la ambulancia iba la pequeña con Genene; en otro auto iban los padres y, en un tercero, la doctora. En un momento, la ambulancia se detuvo al costado del camino. El monitor está mostrando una línea plana. La doctora Holland bajó corriendo de su auto y ante la mirada de los impotentes padres le hicieron maniobras de resucitación y le inyectaron drogas. Como no consiguieron respuesta, siguieron de inmediato camino al hospital donde otros médicos intentaron revivirla durante veinte minutos.
Chelsea había muerto. En el entierro de la pequeña estarían presentes la enfermera y la doctora. Los padres no sospechaban nada.
El mismo día de la muerte de Chelsea, al paciente siguiente que llegó a los consultorios, cuando la doctora y la enfermera retornaron, le pasó algo similar… ¡otra vez una ambulancia! Este bebé tuvo suerte y fue estabilizado.
Los casos siguieron sucediendo día tras día. Chicos que llegaban para una consulta habitual y en minutos estaban al borde de la muerte.
Bajo sospecha
Por esos mismos días, un comité interdisciplinario armado en el hospital de San Antonio, empezaba una investigación más exhaustiva de las muertes de la terapia intensiva. Se reunían en secreto. Estaban examinando las muertes de 94 chicos entre 1981 y 1982.
El comité llegó con sus incógnitas hasta la clínica de la doctora Holland a quien le preguntaron por el uso de succinilcolina, un relajante muscular que suele ser usado como un anestésico y que, si es erróneamente administrado, puede ser fatal.
El 27 de septiembre de 1982, un chequeo sobre el stock de esa sustancia en los consultorios de Holland demostró que dos de los frascos, aparentemente llenos, tenían alteraciones. Uno tenía pinchazos en su parte superior; el otro solo contenía solución salina. ¡Y un tercer frasco había desaparecido! Las únicas dos personas que tenían acceso a estos medicamentos eran Holland y Genene Jones.
Las pesquisas siguieron y se ordenó exhumar el cadáver de Chelsea. Fue definitorio: había muerto por una sobredosis de succinilcolina. Y la tercera dosis de la sustancia se la habría dado en la ambulancia.
En otro juzgado, se comenzó a investigar más muertes. Los casos se contaban por decenas, era algo impresionante.
Genene estaba en la mira. La dedicada enfermera de 33 años, que vivía en una casa rodante de dos dormitorios, se había casado hacía poco con un enfermero de 19 años. Por supuesto, negaba todos los cargos que se le hacían y endilgó las muertes de los bebés a la desidia de los médicos.
La mano que meció las cunas
En el juicio en 1984 quedó comprobado que, delante de la propia madre de Chelsea, le había aplicado succinilcolina a la bebé. Petti McClellan relató que vio que su hija “quedó flácida, como una muñeca de trapo, dejó de respirar mientras me miraba intentando gritar ¡mamá!”.
Genene fue declarada culpable por haber causado la muerte de Chelsea y por lastimar a siete chicos más. La condenaron a la máxima pena posible: 99 años de prisión.
Tiempo después enfrentó un segundo juicio por atentar contra la vida de Rolando Santos, el bebé salvado por la orden de traslado del doctor Copeland. Le había inyectado heparina en altas dosis. Le dieron 60 años más de cárcel. Algunos expertos dijeron que la enfermera padecía el Síndrome de Münchausen, un trastorno mental por el cual una madre o el cuidador de un niño le provoca lesiones o inventa enfermedades para capitalizar atención.
Al quedar detenida su hijo mayor de 12 años fue alojado con una familia sustituta y, el menor de 6 años, quedó a cargo de su abuela materna.
A todos les quedó claro que detrás de la habilidosa y dedicada enfermera habitaba un monstruo que actuaba con total impunidad.
El peligro de olvidar
El caso de la enfermera asesina pareció quedar en el olvido hasta que la convicta cumplió un tercio de su condena. En el año 2017 se supo que, con 66 años, podría pedir la libertad condicional para marzo de 2018 y salir tan campante a la calle. Las protestas de los familiares de otros bebés fallecidos impulsó a la fiscalía a profundizar la investigación sobre lo sucedido. Querían encontrar algo para evitar como fuera su liberación. En mayo de 2017 los fiscales la pusieron bajo la lupa por la muerte de cinco pequeños más: Joshua Sawyer, de 11 meses; Richard Nelson, de 8 meses; Patrick Zavala, de 4 meses; Rosemary Vega, de 2 años y Paul Villareal de 3 meses.
Teniendo en cuenta que en el estado de Texas los asesinatos no prescriben, los investigadores se pusieron las pilas y los resultados derivaron en dos nuevos procesos contra Jones. El primer caso fue el de Joshua Sawyer de casi un año de edad que, en 1981, murió por una sobredosis de un antiepiléptico. El segundo fue el de Rosemary Vega, de 2 años, quien falleció luego de una operación cardíaca. Su madre le contó al medio Texas Monthly: “Descubrí que Jones estaba inyectando algo a mi hija. Le pregunté qué hacía. Me respondió que le estaba dando un remedio para ayudarla a descansar. Se marchó y a los dos minutos mi hija empezó a ponerse púrpura, los monitores se dispararon y entró en código azul”. Eso ocurrió el 16 de septiembre de 1981 y a la mañana siguiente, a las 7.52, Rosemary murió. El parte médico señala que fue atendida por la siniestra enfermera Genene Jones. La madre de Rosemary dijo en el juicio en el año 2019: “Esperé 38 años para decirte que jamás te perdonaré. Vos cambiaste mi vida y mi familia. Te confié a mi hija. Rezo a Dios para que nunca salgas y vuelvas a hacerle daño a otros niños en el mundo. Y no puedo creer que sigas pidiendo que te den una Biblia”.
Estos dos nuevos casos evitaron su injusta y pronta liberación. Y se le impuso, por cada uno, un millón de dólares de fianza. Genene Jones no saldría a la calle. Los padres aliviados.
La famosa y mortal Genene
La espeluznante historia llegó al cine, los libros y la televisión. La película Medicina Mortal se dio en 1991 y, en 2002, se emitió Asesina Serial. En Discovery, se vio un documental sobre Jones en Forensic Files (en Latinoamérica la serie se llamó Detectives Médicos) y, en 2016, formó parte de la docuserie británica Enfermeras que matan. El caso también llegó a las bibliotecas. Peter Elkind, escritor de best sellers y reportero de investigación publicó el libro The Death Shift.
Genene Jones, siempre dijo ser inocente. Sus abogados, para evitar otros juicios, hicieron que se declarara culpable en la muerte de Sawyer. El juez Frank J. Castro no se privó de enrostrarle: “Voy a respetar este acuerdo entre sus abogados y el estado. Pero en verdad yo creo que su juicio final deberá enfrentarlo en su próxima vida”.
Connie Weeks, la madre de Joshua Sawyer dijo en su testimonio ante el jurado: “Nosotros estamos contentos porque usted no verá jamás la luz del día como una mujer libre y terminará su vida estando presa por matar a mi hijo Joshua Earl Sawyer. Así que le digo esto: deseo que tenga una larga y miserable vida detrás de los barrotes”.
Solo se pudo hacer justicia con algunos de los más de sesenta bebés que murieron bajo su cuidado. Si estos crímenes hubiesen ocurrido más adelante en el tiempo, Genene podría haber sido condenada a muerte por haber asesinado a menores, pero esa ley no existía en aquel tiempo
La única certeza en este relato es la no certeza: nadie sabrá jamás con exactitud la cantidad de vidas que arrebató la malvada Genene. Quizá ni ella misma lo recuerde.