¿Y los mineros no son panameños también?
No se puede ocultar más. Los mismos sindicatos que hoy se presentan como víctimas, son en gran parte responsables de esta debacle.
Asignarle 10 millones de dólares y una declaratoria de "Emergencia" a un sector donde los trabajadores bananeros despedidos, tras la salida de la compañía Chiquita, trabajadores que, en su mayoría, abandonaron sus puestos de trabajo bajo presión sindical, es una ironía dolorosa para miles de panameños que sí querían seguir laborando, pero que fueron forzados al desempleo por decisiones ajenas. La tragedia es aún más amarga cuando recordamos que los responsables de ese conflicto son los mismos dirigentes sindicales que, mediante bloqueos, protestas y una campaña masiva de desinformación, contribuyeron al cierre forzado de Cobre Panamá. Un cierre que dejó sin sustento a miles de familias trabajadoras, no solo en Coclé, sino en toda la región central del país.
No se puede ocultar más. Los mismos sindicatos que hoy se presentan como víctimas, son en gran parte responsables de esta debacle. Promovieron acciones que paralizaron a Chiquita, empujándola a tomar la decisión de despedir a más de 5,000 empleados, y antes de eso, fueron pieza clave en el cierre de la principal operación minera del país. Los trabajadores mineros no fueron parte de estas protestas. No abandonaron sus puestos. No cerraron calles. No agredieron a terceros. Ellos sí querían trabajar. Y, sin embargo, fueron los primeros en ser olvidados.
Los mineros también son panameños. Gente de esfuerzo, de familia, que encontró en la mina una oportunidad real para progresar. Eran electricistas, mecánicos, conductores, técnicos especializados, operadores de equipo, telecomunicaciones, biólogos, geólogos, cocineros y obreros. Muchos de ellos venían de comunidades históricamente excluidas, y gracias al empleo que generó la mina, lograron romper ciclos de pobreza. Se establecieron en áreas que antes estaban abandonadas, impulsaron el comercio, dinamizaron el turismo y aportaron al crecimiento de sectores rurales como Donoso, Coclé del Norte y otras regiones de Colón.
Pero cuando los agitadores tomaron protagonismo, cuando se impuso la narrativa del caos y la lucha disfrazada de justicia ambiental, los mineros fueron arrastrados por la tormenta. Fueron despedidos sin opción, sin atención justa a sus necesidades, sin que se les ofreciera una alternativa digna. El Gobierno, en lugar de proteger su derecho al trabajo, se lavó las manos. No hubo un plan inmediato de reinserción laboral. No hubo mesas técnicas ni diálogos abiertos para ayudar a esta población. Solo el silencio. Solo abandono.
Y mientras eso ocurre, vemos cómo el Estado responde con urgencia a otros grupos, como los trabajadores bananeros de Bocas del Toro, a quienes se les ha asignado una millonaria ayuda tras el conflicto con Chiquita. ¿Cuál es la lógica? ¿Premiar al grupo que más caos causó? ¿Recompensar al sindicato que, tras cerrar una empresa, ahora exige ayuda por las consecuencias de sus propios actos?
No se trata de enfrentar a panameños entre sí. Se trata de justicia. De sentido común. De coherencia. Si los trabajadores bananeros merecen apoyo tras el desastre que provocó su propia dirigencia, con más razón lo merecen los mineros que nunca dejaron de cumplir, que fueron víctimas de una estrategia política y mediática que jamás consideró el impacto humano.
La realidad es que el sindicato que impulsó el conflicto en Bocas del Toro es el mismo que durante meses saboteó la operación minera. Es el mismo que promovió marchas sin fundamentos técnicos, que desinformó a la opinión pública y que presionó con bloqueos nacionales hasta lograr la cancelación del contrato minero. No defendieron al país; se defendieron a sí mismos. Y mientras el país miraba a otro lado, ellos ganaban protagonismo, espacios políticos y concesiones económicas.
¿Qué mensaje envía el Gobierno cuando ayuda primero a quienes causaron el problema y deja desamparados a quienes fueron víctimas de ese problema? ¿Qué incentivo hay para el panameño que trabaja en paz, que respeta la ley, que aporta al país con su esfuerzo diario?
Panamá necesita respuestas. Necesita una visión de desarrollo donde se priorice la productividad, la legalidad y el bienestar de las comunidades. No se puede seguir gobernando con base en presiones callejeras. La justicia social no puede medirse por el nivel de ruido que haga un grupo, sino por el impacto real que las decisiones tienen en la vida de los ciudadanos.
Es hora de mirar a los mineros de frente. De escucharlos. De reconocer que se les falló. Ellos no destruyeron nada. No sabotearon la democracia. No impusieron el caos. Ellos solo querían trabajar. Merecen programas de reinserción, políticas públicas claras, capacitaciones, acceso a nuevos empleos y un reconocimiento justo a su aporte. Merecen que se les trate con la misma dignidad que cualquier otro panameño.
No olvidemos que el cierre de Minera Cobre Panamá no solo afectó a sus trabajadores directos, sino a miles de empleos indirectos: agricultores que vendían sus productos, transportistas, guías turísticos, emprendedores locales y proveedores de servicios. Hoy muchos de ellos enfrentan el hambre y la desesperanza, mientras los que generaron la crisis siguen organizando más cierres, exigiendo más dinero y ganando más poder.
¿Hasta cuándo vamos a premiar el desorden? ¿Hasta cuándo se seguirán ignorando las consecuencias reales de decisiones irresponsables? ¿Cuándo empezaremos a reconstruir el país desde la verdad, desde el trabajo honesto y desde la empatía con todos, no solo con los más ruidosos?
Porque sí: los mineros también son panameños. Y si este país quiere justicia, desarrollo y paz, debe empezar por dejar de castigar al que produce y dejar de recompensar al que destruye.