El Maracanazo de 1950
«Yo tenía 9 años de edad cuando, en 1950, Brasil fue sede de la Copa del Mundo —cuenta Pelé en sus Memorias del mejor futbolista
«Yo tenía 9 años de edad cuando, en 1950, Brasil fue sede de la Copa del Mundo —cuenta Pelé en sus Memorias del mejor futbolista de todos los tiempos—. El día de la final, el 16 de julio, mi padre decidió hacer una fiesta en casa. Invitó a unos 15 amigos... y a sus familias.... Brasil se enfrentaba a Uruguay, y la fiesta se organizó para celebrar nuestra victoria. Éramos los anfitriones, los favoritos. Para llegar a la final habíamos vapuleado a Suecia y a España —7 a 1 y 6 a 1, respectivamente—, y solo nos hacía falta un empate para quedarnos con el trofeo.
»... En aquellos días no había televisión.... Poseíamos una de esas radios grandes y cuadradas, con dos botones...
»El partido comenzó bien. Brasil anotó primero por medio de Friaça, y todo el mundo se volvió loco. La casa se llenó de gritos y todos saltaban de alegría. Estallaron fuegos artificiales.... Al poco tiempo, Uruguay empató, pero permanecimos igualmente confiados. Y luego, cuando faltaban 10 minutos para el final, Uruguay anotó nuevamente....
»Todavía se me pone la piel de gallina cuando pienso en aquella tarde y recuerdo la tristeza general. Le dije a Dondinho [mi padre] que no se sintiera triste, pero mi madre me apartó diciendo: “Deja a tu padre tranquilo, déjalo en paz”. ... El ruido de los festejos, el estallido de los cohetes y las radios a todo volumen dejaron paso al silencio.... Nadie pensó que pudiéramos perder....
»... Fue la primera vez que vi llorar a mi padre. Muchos de los padres de mis amigos tampoco podían contenerse.... “Un día ganaré para ti la Copa del Mundo”, le prometí a mi padre para hacerlo sentir mejor. (Unos días más tarde, ya repuesto, me contaría que algunas de las personas que estaban en el Maracaná habían fallecido a causa de la impresión).
»Más tarde, el mismo día de la final, fui a la habitación de mi padre, donde había una imagen de Jesús en la pared, y comencé a lamentarme entre sollozos: “¿Por qué sucedió esto? ¿Por qué nos sucedió a nosotros? Teníamos el mejor equipo. ¿Cómo es que perdimos? ¿Por qué, Cristo, por qué se nos castiga?”. Continué llorando mientras seguía mi conversación con la imagen de Jesús: “Tú sabes que si yo hubiera estado allí no habría permitido que Brasil perdiera la Copa. Si yo hubiera estado allí, Brasil habría vencido....”.
»No hubo respuesta».
¿Por qué será que muchos de nosotros, al igual que el joven Pelé, tenemos la tendencia de pensar que en tales circunstancias a los perdedores Dios los está castigando, mientras que a los ganadores los está premiando injustamente? ¿Será porque se nos olvida que, a diferencia de la mayoría de nosotros, Dios no tiene favoritos?
Lo cierto es que si Cristo hubiera optado por responder al reclamo de Pelé con relación al llamado Maracanazo de 1950, bien podría haberle dicho no solo que Dios es imparcial, sino también que se complace en darles cosas buenas a todos sus hijos por igual. Una de esas cosas excepcionales era el extraordinario talento con que lo había dotado para jugar el fútbol. Y sería a causa de esa prodigiosa habilidad que habrían de cumplirse —no una sola vez, ni dos veces, sino tres en el lapso de 12 años— sus palabras de consuelo a su padre de que un día iba a ganar para él la Copa del Mundo.