Cicatrices de la cobardía
Cuando faltaban las excusas, él se las inventaba. Y ante la ausencia de razón, silenciaba toda oportunidad de diálogo con la fuerza de los puños. A ella lo que más le dolía no era el acto (ir)responsable de moretones en los ojos y magulladuras en cualquier célula de su anatomía, lo que más le dolía eran las cicatrices otras —sentimientos adentro— y el recuerdo que con ellas se despertaba.
Pensó que a lo mejor él "iba a cambiar". Quiso darle "tiempo al tiempo" y acabó perdiendo todo: las esperanzas, las justificaciones a lo injustificable, la vida. No tuvo ni eso: tiempo, para reaccionar ante el ataque de ira de quien una vez fuera el hombre de sus sueños y que terminó convirtiéndose en el verdugo de sus pesadillas. Ese día él estranguló también los sueños y la fe de aquella mujer.
Lo peor de la historia está en que no es ficción. Lo peor de las especulaciones sobre los porqués del episodio de violencia fueron los mitos: "seguro era un marginal, un bruto, ignorante, alcohólico". Error: era universitario, citadino y hasta casi "un intelectual". Tampoco tenía problemas con el alcohol.
Era él la prueba fehaciente de que las miserias humanas no siempre responden a un estereotipo o a un personaje de la mitología popular.
Tras los moretones que, a fuerza de repetición, alertaban del peligro de un golpe mayor, subsisten los ganchos para asirse a un análisis menos epidérmico del tema y romperle el juego al silencio. Introducirse en los bastidores de la violencia de género —la que tiene como víctimas a mujeres en cualquier etapa de la vida— supone una mirada sin los sesgos de los prejuicios y con la agudeza que este problema social exige, más bien grita, a las cotas de un siglo que aún no consigue desprenderse de las insensateces y cadenas del patriarcado. Continuará...