La vida no tiene sentido sin ti
Reverendo «Quiero un pasaje de ida solamente, para Londres.» Así dijo en la agencia de viajes de Melbourne, Australia, Neil Browne, hombre de treinta años de
Reverendo
«Quiero un pasaje de ida solamente, para Londres.» Así dijo en la agencia de viajes de Melbourne, Australia, Neil Browne, hombre de treinta años de edad.
Cuando tomó el avión y comenzó el vuelo, Neil se mostró sereno. Su rostro no reflejaba ni pena ni alegría, ni angustia ni temor, sino solo la expresión del que ha tomado una decisión definitiva, la de poner fin a sus días.
Cuando llegó a Gales, punto final de su viaje, Neil cerró herméticamente las puertas de su auto, dejó el motor en marcha y se dejó morir asfixiado por el monóxido de carbono. En las manos tenía las fotografías de él y de su novia, y un mechón de los cabellos de ella. Tres días antes, su novia también se había suicidado, por ser imposible el casamiento de los dos.
He aquí otro caso de «pacto suicida», común entre muchos enamorados desde los tiempos de Romeo y Julieta, y otro doble suicidio de jóvenes que se suma a los miles que se producen semanalmente.
Neil Browne y Susan Pritchard se habían conocido en 1980 en Gales, Inglaterra. Se enamoraron y se juraron amor, eterno. La boda iba a realizarse en 1984, pero por desavenencias familiares, la joven no podía viajar a Australia. Por eso se suicidó arrojándose a las aguas de un río. Neil la siguió en el pacto suicida poco después.
«La vida no tiene sentido sin ti», escribieron los dos enamorados. Para ellos la vida consistía en estar unidos; en vivir siempre juntos, ya fuera como pobres o ricos; en mirarse y escucharse cada día; y en compartir todas las cosas, todos los momentos, todos los sentimientos, todas las ilusiones y todos los pensamientos.
Si eso no se podía realizar, era mejor morir, porque sin eso la vida carecería de importancia, de sentido y de estímulo.
Es precisamente esto último que Cristo demanda de aquellos que desean hacerse sus discípulos: un amor eterno, que no se satisface con nada de este mundo, sino con la presencia permanente y la comunión con el Ser amado. Cristo recompensa ese amor, esa devoción y consagración a Él con la más grande de las bendiciones para las cuales fue creado el hombre: conocerlo, amarlo y servirle como su Señor y Salvador.