El Vidajena
La pasieraza doña Cleta tenía una mina de oro en su chantín. La doñita, que había tenido una vida agitadísima en sus años mozos, vacilando y quitando chenchén a los marinos y soldados que llegaban a Panamá en tránsito para los últimos confines de la tierra, ya estaba cansada y decidió jubilarse, pero deseaba llevar una vida regalada como la que tenía cuando era la reina de calle K, llamada entonces la calle del pecado.
Y se preguntarán ¿Cuál es la mina de oro de la doñita? Pues, ya habrán supuesto que se trata de su preciosa hija Lucero, que había tenido con un sargento de la Armada Yanqui y al que jamás volvió a ver. A veces Cleta observaba atentamente a su retoño, que ya tenía los 18 años, y le parecía ver rostros conocidos. Rostros de los soldados que habían compartido con ella en esas cantinas.
Lucero heredó de su padre los ojos verdes y de ella, la cabellera negrísima como la noche sin estrellas y ese cuerpazo que la hizo tan famosa por la calle K y por las cantinas de los barrios bajos.
Doña Cleta nunca se preocupó porque su hija fuera a la universidad cuando terminó la secundaria. Ella sabía que su hijita linda, con esa cara hermosa y ese cuerpo estatuario mejor que el de Jennifer López tenía el porvenir asegurado. La doñita la tenía reservada para que se casara con esos políticos que han llegado a altas posiciones a base de pegarles mentira a sus electores.
En otra palabras, Cleta se convirtió en una Celestina de su hijita. ¡Ah! pero la muchacha salió rebelde y cuando la doña le dijo que tenía que salir a cenar con un viejo político, don Trácala, un doñito panzudo, con el rostro lleno de huequitos como resultado de una viruela loca y que caminaba algo encorvado y eso que era chaparro, de manera que ya pueden imaginar el aspecto del supuesto pretendiente de Lucerito.
La guial, que acostumbraba a obedecer a su mamacita, esta vez se le plantó retadora y le dijo que ella vacilaría con el