Opinión - 07/3/25 - 03:52 PM

La ausencia de Británico

 

Por: Omar Wong Wood -

_A tu estilo literario amigo_

La noticia llegó como un disparo en la penumbra, como un golpe en el pecho que no avisa, que no se siente de inmediato, pero que al poco andar deja sin aire, sin voz, sin entendimiento. La muerte no tiene la cortesía de anunciarse, ni la decencia de tocar la puerta antes de entrar y llevarse a los que uno nunca imaginó perder.

No supe qué pensar, no supe qué hacer. Aún no lo sé. El chat por WhatsApp fue extraño, impersonal, casi absurdo. “Oye, falleció un periodista en Nuevo Chorrillo. ¿Tú conoces a alguien que se llame Británico Quesada?” Así, sin anestesia, sin el más mínimo resguardo para protegerme del impacto. No supe qué responder. Me quedé mudo. Un segundo después, todo se convirtió en una bruma espesa, en un ruido de fondo que no tenía sentido. Solo alcancé por inercia a llamarlo, pero ¿cómo iba a responder? Entonces llamé a Toño, a Marlene y nada, hasta que leí un chat de Giovanni: “Se nos fue el Britsh”. Aún no podía creerlo. Luego Marlene me lo confirmó. 

Más de treinta años de amistad no pueden resolverse con una llamada. Más de treinta años no caben en una sola frase. Conocí a Británico en 1992, en aquel primer año de universidad donde la vida aún era un terreno fértil de posibilidades. 

Desde el primer día hicimos clic, como si la amistad estuviera escrita de antemano en algún lado. De ahí en adelante, fuimos buenos amigos. Nos unió el dominó, las conversaciones sin rumbo, ni tema específico y las bromas sin freno. Éramos jóvenes y el tiempo parecía inagotable, como si siempre fuéramos a estar ahí, en la misma mesa de la Facultad, en el mismo chiste, en la misma joda interminable.

Los años hicieron lo que hacen siempre: dispersaron al grupo, enviaron a unos lejos, dejaron a otros en el camino. Pero Británico y yo nunca nos soltamos. No importaba el trabajo, la familia, las vueltas de la vida; siempre encontrábamos el momento para hablarnos. Todos los días. No exagero. Ni uno solo pasó sin que cruzáramos alguna palabra, sin que nos jodiéramos mutuamente, sin que soltáramos alguna tontería que nos hiciera reír. Él me llamaba "la vergüenza de la raza china", y yo le respondía con un “melapelas.com" Guepetto”. Esa era nuestra forma de decirnos "te quiero, cabrón". Porque los amigos no necesitan formalidades para ser eternos. Discutimos, sí, más de una vez, por temas sin relevancia, pero jamás dejamos de hablarnos. Jamás.

Y aunque nos hablábamos a diario, también nos veíamos con frecuencia. Al menos dos o tres veces a la semana coincidíamos cerca de la Asamblea Legislativa, por los lados de Calidonia. Era casi una rutina no planificada: llegábamos más o menos a la misma hora a la ciudad (5:30am) y terminábamos en los mismos lugares, como si el destino nos empujara a compartir ese rato.

Nos parábamos en el quiosco de la venezolana, pedíamos un café, encendíamos un cigarro y hablábamos de pendejadas. Hablábamos de política, de las últimas noticias, de los acontecimientos recientes, de cualquier cosa que nos cruzara por la cabeza. No importaba el tema, importaba la conversación. Y a veces, ni siquiera eso. Había días en que simplemente nos quedábamos ahí, fumando en silencio, compartiendo la complicidad de los que no necesitan decirlo todo para entenderlo todo.

Era empático, alegre, fiestero, divertido. A veces terco cuando se lo proponía, pero siempre con esa aura de sencillez y amor al prójimo. Le decía "Chiwi" porque estaba en todas las fiestas, siempre con esa energía que contagiaba a todos. 

La última vez que hablamos fue precisamente la noche anterior a su muerte. Me escribió para decirme que se iba para la casa de Toñito Pérez. Me lanzó uno de sus clásicos comentarios, de esos con los que se burlaba de mí cada vez que podía. "Yo desconfío de los hombres que no toman guaro", me la soltó, como se la soltó el mismísimo presidente Molino a Juan Pritsiolas. Yo nunca he sido tomador, y él lo sabía. Por eso se mofaba de mí cada vez que podía. Pero era su forma de ser, de joderme con cariño. Se fue a la reunión, disfrutó lo que tenía que disfrutar y murió haciendo una de las cosas que más le gustaba: departir con los amigos y refrescarse.

Desde entonces, el mundo ha perdido su equilibrio. Lo siento cuando me despierto y me doy cuenta de que no tengo un mensaje suyo esperándome con una broma, cuando paso por las calles donde nos encontrábamos y descubro que el aire tiene otro peso, que la luz tiene otro color, que la vida, de pronto, es menos vida. 

La muerte de Británico no es solo su ausencia; es una grieta en la realidad, un desajuste en el engranaje del universo que hace que todo rechine, que todo se sienta fuera de lugar.

No se trata solo de que se ha ido, sino de que me ha dejado con un dolor que no sabe dónde acomodarse. Es un peso que no se siente en la espalda ni en los hombros, sino en la respiración misma, en cada intento de hablar sin que la voz se quiebre, en cada recuerdo que se impone sin permiso. 

Es el tipo de dolor que te hace caminar más lento, que te hace dudar de todo, que te hace preguntarte si acaso la vida tiene sentido cuando aquellos que le daban sentido se desvanecen sin previo aviso.

Británico no solo era un periodista de raza pura, también era un amante devoto de la literatura y de las artes. Admiraba y respetaba un universo a Robert K. Fernández, a quien consideraba su mentor, no solo en el periodismo, sino también en la literatura. Y sentía una profunda admiración por JP, como él, y casi todos los periodistas que pasamos por Epasa llamamos a Juan Pritsiolas. 

Discutía de libros como si le fuera la vida en ello, y tenía una pasión enfermiza por el rock, mientras más pesado, mejor. En su mundo no cabían las medias tintas ni la música sin alma. En sus audífonos siembre andaba con música de Metallica o Iron Maiden. Me decía que el rock pesado tenía una mística que pocos entendían, que era el único género que podía hacerte sentir vivo y muerto al mismo tiempo.

Pero si había algo en lo que Británico se desvivía, era en su hija Daniella. No había un tema de conversación en el que no la mencionara. Para él, ella era su motor, su razón de ser, el motivo por el que cada día valía la pena levantarse. La adoraba como a nada en este mundo, y siempre hablaba de ella con un orgullo que solo un padre que ama de verdad puede entender.

Ahora, el silencio pesa. No me acostumbro a no ver su nombre en las notificaciones, a no escuchar su voz burlona, a no recibir un mensaje suyo con alguna tontería que solo nosotros entenderíamos. Me hace falta su presencia como el aire que de pronto no llega, como si el mundo entero se hubiese encogido de golpe.

Y no me da pena decirlo: quería a ese pendejo. Lo quería como a un hermano, como a la única persona en la que siempre confié sin reservas, como al único que podía decirme cualquier cosa sin filtro y sin miedo. Británico no era solo mi mejor amigo. Quizás era el único.

Lo único que sé es que me duele. Y que Británico, donde sea que esté, seguro se está riendo de mí, burlándose de mi dolor y de mi cara de estúpido, preguntándome qué carajos hago escribiendo esto en vez de recordarlo con una cerveza en la mano y un fondo musical de Metallica o de Black Sabbath.

Hasta donde estés, hermano, que Dios te bendiga y que el rock nunca deje de sonar. Nos veremos pronto.

Tu amigo hoy, mañana y siempre. 

*Omar Wong Wood*

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