Hay padres que no saben explicarse esta apatía de sus hijos. El comportamiento de ellos los hiere, y llegan a conclusiones lamentables. Quieren hacer lo que les dé la gana. Los abandonan buscando la perdición. El joven está jugando su última baraja con su pasión; está estipulando el tratado ruinoso de Esau "por un plato de lenteja"; sacrifica lo más digno que hay en el mundo: dignidad y amistad con Dios.
El adolescente en este período vive entregado a la lectura barata, sentimentaloide; lee libro de baratillo, devorado con ansia y sin reposo; lee la trama, la devora y traga sin saborear lo bello, si hay; lectura amoral y díscola.
Leen sin sentido el fondo, no hay serenidad ni juicio. Vive su estado de borrachera romántica... es la edad de los sueños e inquietudes problemáticas. No existe la amistad, sino la camaradería. Pero poco a poco su modus vivendi se va cambiando. El educador debe observar la conducta del alumno, que el deseo de lectura se cumpla con una amena y que sus emociones se controlen a tiempo. Que la pasión no le impida ser un humano serio y prometedor de éxitos halagadores.
El joven necesita un sacerdote confidente, que no sea una maquinita de absoluciones, debe ser un amigo, un verdadero consejero, un guía espiritual; que le dé la mano y así trabándose de ella salga a flote. Mediante la confesión, logre enderezar la voluntad, a dominar sus pasiones y a poner injertos sobrenaturales en su alma. Del sacerdote recibirá el consejo acertado impregnado de Gracia de Dios que cura y cicatriza, previene y orienta.
La lectura de una frase como esta es saludable: Yo vengo deseando consolarte y fortalecerte, levantarte y sonar todas tus heridas. Te traigo mi luz para disipar tu oscuridad y todas tus dudas. Yo vengo con mi poder, para llevarte a ti y todos tus cargos... Con mi gracia para tocar tu corazón y transformar tu vida... Y con mi paz para apaciguar tu calma. Jesús, tu fiel y leal amigo.